VOY A HABLAR DE LA ESPERANZA
Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora mismo como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.
Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué a nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.
Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!
Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en la estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.
César Vallejo
Hallazgo de la vida
¡Señores! Hoy es la primera vez que me doy cuenta de la presencia de la vida.
¡Señores! Ruego a ustedes dejarme libre un momento, para saborear esta emoción
formidable, espontánea y reciente de la vida, que hoy, por la primera vez, me extasía y me hace dichoso hasta las lágrimas.
Mi gozo viene de lo inédito de mi emoción. Mi exultación viene de que antes no sentí
la presencia de la vida. No la he sentido nunca. Miente quien diga que la he sentido.
Miente y su mentira me hiere a tal punto que me haría desgraciado. Mi gozo viene de
mi fe en este hallazgo personal de la vida, y nadie puede ir contra esta fe. Al que
fuera, se le caería la lengua, se le caerían los huesos y correría el peligro de recoger otros, ajenos, para mantenerse de pie ante mis ojos.
Nunca, sino ahora, ha habido vida. Nunca, sino ahora, han pasado gentes. Nunca, sino ahora, ha habido casas y avenidas, aire y horizonte. Si viniese ahora mi amigo
Peyriet, le diría que yo no le conozco y que debemos empezar de nuevo. ¿Cuándo, en
efecto, le he conocido a mi amigo Peyriet? Hoy sería la primera vez que nos conocemos. Le diría que se vaya y regrese y entre a verme, como si no me conociera,
es decir, por la primera vez.
Ahora yo no conozco a nadie ni nada. Me advierto en un país extraño, en el que todo
cobra relieve de nacimiento, luz de epifanía inmarcesible. No, señor. No hable usted
a ese caballero. Usted no lo conoce y le sorprendería tan inopinada parla. No ponga
usted el pie sobre esa piedrecilla: quién sabe no es piedra y vaya usted a dar en el
vacío. Sea usted precavido, puesto que estamos en un mundo absolutamente inconocido.
¡Cuán no poco tiempo he vivido! Mi nacimiento es tan reciente, que no hay unidad de
medida para contar mi edad. ¡Si acabo de nacer! ¡Si aún no he vivido todavía!
Señores: soy tan pequeñito, que el día apenas cabe en mí.
Nunca, sino ahora, oí el estruendo de los carros, que cargan piedras para una gran
construcción del boulevard Haussmann. Nunca, sino ahora, avancé paralelamente a
la primavera, diciéndola: “Si la muerte hubiera sido otra...” Nunca, sino ahora, vi la luz áurea del sol sobre las cúpulas del Sacré-Coeur. Nunca, sino ahora, se me acercó un niño y me miró hondamente con su boca. Nunca, sino ahora, supe que existía una puerta, otra puerta y el canto cordial de las distancias.
¡Dejadme! La vida me ha dado ahora en toda mi muerte.
Una mujer...
Una mujer de senos apacibles, ante los que la lengua de la vaca resulta una glándula
violenta. Un hombre de templanza, mandibular de genio, apto para marchar de dos a
dos con los goznes de los cofres. Un niño está al lado del hombre, llevando por el
revés, el derecho animal de la pareja.
¡Oh, la palabra del hombre, libre de adjetivos y de adverbios, que la mujer declina en su único caso de mujer, aún entre las mil voces de la Capilla Sixtina! ¡Oh, la falda de ella, en el punto maternal donde pone el pequeño las manos y juega a los pliegues, haciendo a veces agrandar las pupilas de la madre, como en las sanciones de los confesionarios!
Yo tengo mucho gusto de ver así al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, con todos los
emblemas e insignias de sus cargos.